La frontera de México con Estados Unidos, tal como hoy la conocemos, es el resultado de una compleja maquinaria cultural y de ingeniería social para que conceptos como soberanía, ciudadanía, Estado-nación, raza, nacional o extranjero se acreditaran como guía de la vida diaria de los habitantes de esta región. El simple trazado de una línea divisoria en 1848, no bastó para que los grupos sociales que la habitaban, aceptaran de manera inmediata una nueva forma de organización. A partir de un estudio de caso ?El Paso, Texas Ciudad Juárez, Chihuahua? Carlos González Herrera hace el recuento de las prácticas socio-culturales de los procesos de construcción y consolidación de los estados nacionales y de sus fronteras comunes, entre 1880 y 1930. Para Estados Unidos la frontera se convirtió en un proceso de autoafirmación imperial con rasgos políticos, culturales, raciales, médico-científicos, económicos y militares. Mientras que para México, la frontera, continuó siendo una región ajena, atípica; el vacío protector que nos separaba y distanciaba del vecino poderoso. El surgimiento de un discurso políticamente correcto del nacionalismo racista de la sociedad sajona para los considerados extraños y razas contaminadas marcará la fractura insondable: la lucha de clases sociales y de razas de las dos naciones vecinas aún no superada en estos tiempos. Poco antes de someterme a la revisión migratoria de rutina, me descubrí realizando un ritual de apariencias para librar mejor el escrutinio al que iba a ser sometido: enderecé el asiento, ajusté el cinturón de seguridad, bajé los cristales de las ventanas y liberé los seguros de las puertas de mi automóvil, me quité los anteojos obscuros, preparé mi visa y deseé haber lavado el carro: un auténtico ritual contemporáneo de relaciones de poder interiorizadas.