Las semanas que siguen al nacimiento son como la travesía por un desierto poblado de monstruos: las nuevas sensaciones internas que asaltan el cuerpo del niño. Tras el calor del seno materno, después del abrazo que es el nacimiento, llega la soledad helada de la cuna y entonces surge una fiera, el hambre, que muerde al bebé en las entrañas. Sin embargo, lo que trastorna al niño no es la crueldad de la herida. Es la novedad, que confiere al ogro unas proporciones inmensas. ¿Cómo calmar semejante angustia? ¿Alimentar al niño? Sí. Pero no solo con leche. Hay que abrazarlo, acariciarlo, acunarlo y masajearlo. Hay que hablarle a su piel; hablarle a su espalda, que tiene tanta sed y tanta hambre como su vientre. En los países que asesoran el sentido profundo de las cosas, las mujeres todavía conservan esta sabiduría. Aprendieron de sus madres y enseñarán a sus hijas este arte profundo, sencillo y muy antiguo que ayuda a los niños a aceptar el mundo y sonreír a la vida.