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Asistir a un espectáculo dancístico o participar en una fiesta popular en la que la danza tenga peso que justifique su pervivencia son experiencias, siempre, gratificantes. Pero recorrer, desde el pensamiento que necesita el placer de la comprensión, los momentos señalables que han dado lugar, históricamente, a la danza como espectáculo sabiendo que, en sus raíces más remotas, hay una semilla definitoria de lo que la humanidad esconde, es recrear ese puro misterio que, como el amor, mueve al sol y a las demás estrellas. Porque quizás la danza contenga, precisamente, ese simbólico movimiento que el amor pone en marcha. Y ahí se esconde la sorpresa que causa, a los adultos, un bebé respondiéndole a la vida con alegría desde el moviendo de su cuerpo sin estrenar, repitiendo, sin saberlo, los latidos rítmicos de la misma. O la vitalidad, de pronto, rebrotada en una persona anciana que levanta la imposición del tiempo danzando esa música ceremonial que reconoce propia. La necesidad espontánea de bailar el mundo. Hay misterio en la danza. Hay plenitud y hay vacío. Hay un decir sin que nada se diga, una acción que horada la transparencia y escribe, en ella, testimonios que quedan grabados en una memoria de imágenes diluidas. Acaso el movimiento del sol y de la infinitud de estrellas que simbolizan, mejor que nada, las posibilidades del sueño creador.